Por monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas
SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, sábado, 28 de agosto de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas, con el título "Rebrotes de anticlericalismo".
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Asombra, inquieta y duele tanta descalificación de que hemos sido objeto los obispos, porque expresamos nuestra inconformidad cuando la Suprema Corte declaró acordes con la Constitución las uniones de personas de un mismo sexo equiparándolas a un matrimonio, con el derecho de adoptar niños. Han dicho que estamos violando la ley y que la autoridad debería sancionarnos. Uno tituló su escrito: Iglesia idiota. Otro dijo que ya no hay obispos de calidad como antes. Alguien ha hablado de las atrocidades de la religión. Y así por el estilo... Para qué enumerar los calificativos contra el cardenal Juan Sandoval. Se puede estar en disconformidad con sus aseveraciones; se puede pensar que no tienen sustento; pero aprovechar esto para descalificarnos a todos, al Papa y a la Iglesia Católica en general, rebasa lo esperado y manifiesta un renovado anticlericalismo que no se había manifestado tan agresivo, ni siquiera cuando se descubrieron los delitos de sacerdotes.
En la historia de nuestra Iglesia, hay puntos muy negros que querríamos no hubieran existido, y que, con ocasión o sin ella, nos restriegan en la cara. Se aducen las Cruzadas, la Inquisición, el caso Galileo, los períodos oscuros del papado, la pederastia clerical, etc. Los traen a colación, para descalificar todo lo que hagamos o digamos. Muchas veces es sólo un mecanismo para defenderse y quitar fuerza a nuestra denuncia por sus infidelidades matrimoniales y por sus otras desviaciones; atacándonos, intentan autoprotegerse.
Esta reacción tan virulenta nos exige analizarnos, para ver en qué hemos fallado. ¿Qué deficiencias hemos de corregir? No podemos sólo defendernos y declararnos inocentes, perseguidos por pura maldad de los atacantes. Hay que ser humildes y reconocer que somos limitados, pecadores e indignos de la misión que se nos ha confiado. No somos tan prudentes ni tan sabios como se esperaría. Si no hubiera una historia de salvación que pasa por la cruz y el sepulcro, en la que Dios acompaña y libera a su pueblo por medio de esta Iglesia que El fundó, seríamos sólo una estructura de poder y de pecado.
Jesús no descalificó a los apóstoles que había escogido, a pesar de sus fallas tan notables y dolorosas. Les confió continuar su obra redentora, sosteniéndoles con la fuerza de su Espíritu, hasta el fin de los tiempos. Esto nos alienta. No estamos solos, ni nuestro trabajo es sólo nuestro. ¡La Iglesia es obra de Cristo, y El la guiará siempre, a pesar de tormentas y deficiencias! Nuestra fe en la Iglesia está sostenida por la fe en Jesucristo, quien la fundó no con ángeles, sino con pobres hombres, que también fueron despreciados y perseguidos. Nosotros no somos los redentores, sino sólo mediaciones humanas, que llevamos este tesoro en vasijas de barro. Lo que nos importa es que Cristo sea conocido, valorado, aceptado, amado, seguido y adorado. No somos el centro; el centro es Jesús; El es el único Redentor, el único camino, la única fuente de vida. Y El no ha fallado y nunca fallará. Los que estén decepcionados de nuestra Iglesia, acérquense a Jesucristo, y no los defraudará.
La mayoría de los iracundos anticlericales fueron bautizados, proceden de familias creyentes y han recibido otros sacramentos. ¿Cómo fue su educación religiosa? ¿Qué hemos de mejorar en los procesos de evangelización y catequesis, en las liturgias, en la pastoral social y la misión?
Si en algo valiera y sirviera, reiteramos a quienes nos ofenden y rechazan, que hemos pedido perdón, y lo haremos siempre que sea necesario, por las fallas pasadas y presentes. Pero les alentamos a no condenar en bloque a todos, ni a toda la Iglesia. Conozcan y valoren a tanta gente buena y digna que hay. Hay muchas religiosas santas y sacrificadas. Hay muchos diáconos y catequistas mártires en su servicio diario. Hay muchos sacerdotes ejemplares en su entrega al pueblo. Hay también obispos que desgastan su existencia en bien de la gente y trabajan calladamente en las sierras, entre los lodazales y también en las ciudades, aunque nunca aparezcan en los medios informativos y pasen desapercibidos.
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