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Los que creen y tiemblan


El  odio es un mecanismo psicológico que actúa a modo de proyección visible de algo que permanece invisible en nuestro interior: se odia en los otros aquello que íntimamente no desearíamos ser y, sin embargo, somos a nuestro pesar, de forma reprimida u oculta. De ahí que el odio religioso sea el más frecuente —y el más pujante— de todos los odios: puesto que el hombre es, por naturaleza, un animal religioso, la represión de su naturaleza religiosa genera odio; o siquiera un sentimiento de disgusto íntimo que se suele anestesiar adiestrando su naturaleza reprimida en la consecución de los más variopintos sucedáneos idolátricos: utopías políticas, solicitudes terrenas, ensoñaciones sensitivas, etcétera. Con frecuencia, tales sucedáneos logran hacer creer al hombre que la represión de su naturaleza religiosa es verdadera «indiferencia»; pero a veces también ocurre que tales sucedáneos idolátricos exacerban su odio religioso: así ha ocurrido siempre, en los sucesivos crepúsculos de la historia, y así sucede hoy, aunque las utopías políticas al uso se disfracen de «libertad religiosa».


Viene esta reflexión a cuento de la profanación de una capilla universitaria por parte de unas ménades más bien feúchas. Para profanar una capilla hace falta odiar algo que, íntimamente, sabemos parte de nosotros; hace falta —como leemos en la Epístola de Santiago— «creer y temblar». Pues alguien que no fuera religioso pasaría ante una capilla como quien no la ve, o viéndola no entendiese su razón de ser. Es cierto que los sucedáneos idolátricos al uso pueden disfrazarse, mediante una suerte de «corteza civilizatoria», de indiferentismo religioso; y que muchos adeptos a tal o cual utopía política, solicitud terrena o ensoñación sensitiva logran pasar ante una iglesia fingiendo que no la ven. Pero no es menos cierto que, con frecuencia, tales sucedáneos idolátricos no hacen sino escarbar en la llaga abierta del odio religioso. Para desnudarse ante un sagrario hace falta «creer y temblar», hace falta ser un creyente vuelto del revés. Ni siquiera se puede considerar un acto de «salvajismo», pues en el salvaje actúa el puro instinto; y aquí el instinto se complica con los residuos turbios de las consignas ideológicas y la alfalfa suministrada en los medios de comunicación y en las aulas universitarias. Es, pura y simplemente, odium fidei, condimentado con su ración azufrosa de utopía política al uso, que en este crepúsculo de la historia se llama ideología de género.

Pero este tipo de sacrilegios empiezan a hacerse recurrentes; en lo que se demuestra que afloran sobre un caldo de cultivo en el que el indiferentismo religioso ha hecho su labor de zapa, incluso entre los propios creyentes. El sacrilegio sólo adquiere su plena dimensión tenebrosa cuando se tiene conciencia de lo sagrado; y, en este sentido, sospecho que esas ménades que se desnudaron ante un sagrario tienen mucha más conciencia de lo sagrado que muchos católicos que pasan ante el sagrario como quien pasa ante un armario (o en todo caso ante un semáforo, por aquello de la lucecita roja) y que comulgan de forma indecorosa. Y mucha más conciencia también, por cierto, que los eclesiásticos que dejan que hordas de turistas se paseen en pantalón corto por las iglesias, como se pasearían por una feria de muestras, y que permiten que sus feligreses comulguen de forma indecorosa. Esta pérdida del sentido de lo sagrado es un triunfo mucho más regocijante para los que creen y tiemblan que el numerito de las ménades en la capilla universitaria.

REL

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