Tomás Salas |
Comienzo haciendo esta matización que no me parece baladí: aunque se
hable tradicionalmente de “anticlericalismo”, hay que hablar de
anticristianismo y, más concretamente, de anticatolicismo, porque es a
esta confesión a quien van dirigidas las puyas de la agresividad de
cierto sector de la sociedad española.
Anticatolicismo y persecución religiosa no son los mismo. Este segundo fenómeno, que tuvo sus episodios más terribles en los años 30, en la época republicana y en la guerra civil, aunque ha estado presente en otros etapas, destruyó vidas inocentes y también una parte importante del patrimonio religioso y cultural de España.
El anticatolicismo es un movimiento que muestra agresividad, mal gusto, grosería, sectarismo, pero su agresividad no ha pasado de ahí. Por ahora. Estaba un poco dormido y latente; durante la transición parece que se diluyó y desapareció -como lo ha hecho de todos los países de nuestro entorno- pero, en los últimos tiempo vemos que el rescoldo que parecía apagado tenía un fuego latente más fuerte de lo que pudiera esperarse.
Anticatolicismo y pesecución religosa, repito, no son lo mismo; pero me parece que responden a fundamentos morales y a valores comunes.
¿Cuáles son las raíces de todo este fenómeno, presente en toda la historia de Occidente, pero que en España, por causas que se me escapan, parece tener una pervivencia especial?
Algunos aducirán razones sociológicas, económicas; razones, por llamarlas e alguna manera, externas. Pero me refiero aquí a las razones internas: ideológicas, morales, las que suponen actitudes personales. Una situación de carencias materiales y de postración social puede, en última instancia, influir pero no determinar la persecución y el asesinato de personas por motivos religiosos o la agresividad y el odio. Late aquí un odio más a ideas y a instituciones que a personas concretas; una honda disfunción moral, un mal de tupidas raíces que impele a la reflexión un tanto dramática.
Encuentro un foco que puede arrojar un poco de luz sobre este problema en un texto del libro de Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. En el capítulo dedicado al bautismo de Jesús (concretamente en las págs. 33-34 de la edición española) hay una referencia a los dos orbes: el político-civil y el religioso (Dios y el César), que, desde el punto de vista cristiano, están llamados a convivir cada uno desde su autonomía. Pero, "si el Imperio se considera a sí mismo divino", como lo da a entender la figura del emperador Augusto proclamándose "Salvador de la Humanidad", entonces, situado en esta encrucijada, el cristiano "debe obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch., 5, 29) y puede llegar al extremo de convertirse en mártir.
Desde el antiguo Imperio de Augusto a los modernos totalitarismos hay distancia cronológica, pero el mecanismo que los sustenta es el mismo: la ideología se endiosa a sí misma. Este endiosamiento le lleva, en efecto, a una pulsión totalitaria que le impulsa a hacerse dueña del todo el espacio (no sólo físico, sino vital). Hacerse dueña de la gestión de la cosa pública, pero también de la conciencia de los ciudadanos, sus costumbres, valores, creencias, mitos. Ese afán totalitario es, por su propia naturaleza, insaciable (no conoce límites) y excluyente (no reconoce adversarios).
La ideología que así piensa y actúa no permite que ninguna otra instancia ocupe su espacio. Si esto ocurre, la expulsa de allí con violencia. El Cristianismo, al reconocer ‘la autonomía de las realidades temporales’ y reclamar para sí un espacio propio donde actuar con libertad e independencia, tiene que chocar necesariamente con estos nuevos Leviatanes, que mueven su aparato de poder con una fuerza ciega y terrible.
No es casualidad que los grandes totalitarismos del siglo XX (Nazismo, Fascismo, Comunismo) y sus retoños ideológicos, sean movimientos anticristianos. Los dos primeros, buscando sus fundamentos axiológicos en el mundo precristiano y en la mitología pagana; el último, basándose en un materialismo histórico, que en la negación de la trascendencia del hombre tiene una de sus claves. En todos ellos, como en ciertas épocas del antiguo Imperio Romano, la semilla del totalitarismo excluyente provocó el fruto de un odio que parece inextinguible.
Tomás Salas
Anticatolicismo y persecución religiosa no son los mismo. Este segundo fenómeno, que tuvo sus episodios más terribles en los años 30, en la época republicana y en la guerra civil, aunque ha estado presente en otros etapas, destruyó vidas inocentes y también una parte importante del patrimonio religioso y cultural de España.
El anticatolicismo es un movimiento que muestra agresividad, mal gusto, grosería, sectarismo, pero su agresividad no ha pasado de ahí. Por ahora. Estaba un poco dormido y latente; durante la transición parece que se diluyó y desapareció -como lo ha hecho de todos los países de nuestro entorno- pero, en los últimos tiempo vemos que el rescoldo que parecía apagado tenía un fuego latente más fuerte de lo que pudiera esperarse.
Anticatolicismo y pesecución religosa, repito, no son lo mismo; pero me parece que responden a fundamentos morales y a valores comunes.
¿Cuáles son las raíces de todo este fenómeno, presente en toda la historia de Occidente, pero que en España, por causas que se me escapan, parece tener una pervivencia especial?
Algunos aducirán razones sociológicas, económicas; razones, por llamarlas e alguna manera, externas. Pero me refiero aquí a las razones internas: ideológicas, morales, las que suponen actitudes personales. Una situación de carencias materiales y de postración social puede, en última instancia, influir pero no determinar la persecución y el asesinato de personas por motivos religiosos o la agresividad y el odio. Late aquí un odio más a ideas y a instituciones que a personas concretas; una honda disfunción moral, un mal de tupidas raíces que impele a la reflexión un tanto dramática.
Encuentro un foco que puede arrojar un poco de luz sobre este problema en un texto del libro de Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. En el capítulo dedicado al bautismo de Jesús (concretamente en las págs. 33-34 de la edición española) hay una referencia a los dos orbes: el político-civil y el religioso (Dios y el César), que, desde el punto de vista cristiano, están llamados a convivir cada uno desde su autonomía. Pero, "si el Imperio se considera a sí mismo divino", como lo da a entender la figura del emperador Augusto proclamándose "Salvador de la Humanidad", entonces, situado en esta encrucijada, el cristiano "debe obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch., 5, 29) y puede llegar al extremo de convertirse en mártir.
Desde el antiguo Imperio de Augusto a los modernos totalitarismos hay distancia cronológica, pero el mecanismo que los sustenta es el mismo: la ideología se endiosa a sí misma. Este endiosamiento le lleva, en efecto, a una pulsión totalitaria que le impulsa a hacerse dueña del todo el espacio (no sólo físico, sino vital). Hacerse dueña de la gestión de la cosa pública, pero también de la conciencia de los ciudadanos, sus costumbres, valores, creencias, mitos. Ese afán totalitario es, por su propia naturaleza, insaciable (no conoce límites) y excluyente (no reconoce adversarios).
La ideología que así piensa y actúa no permite que ninguna otra instancia ocupe su espacio. Si esto ocurre, la expulsa de allí con violencia. El Cristianismo, al reconocer ‘la autonomía de las realidades temporales’ y reclamar para sí un espacio propio donde actuar con libertad e independencia, tiene que chocar necesariamente con estos nuevos Leviatanes, que mueven su aparato de poder con una fuerza ciega y terrible.
No es casualidad que los grandes totalitarismos del siglo XX (Nazismo, Fascismo, Comunismo) y sus retoños ideológicos, sean movimientos anticristianos. Los dos primeros, buscando sus fundamentos axiológicos en el mundo precristiano y en la mitología pagana; el último, basándose en un materialismo histórico, que en la negación de la trascendencia del hombre tiene una de sus claves. En todos ellos, como en ciertas épocas del antiguo Imperio Romano, la semilla del totalitarismo excluyente provocó el fruto de un odio que parece inextinguible.
Tomás Salas
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